Rodrigo camina lentamente mirando al cielo. Llueve sobre mojado y la tierra empieza ya a rechazar el agua. De los árboles, las gotas caen sobre su rostro. Se siente limpio, puro, liberado. Entre sus manos entrelazadas, un recuerdo, papel. El mismo con el que escribió aquella bonita carta de amor, ya tan lejana, casi como de otro tiempo, de un pasado que apenas cuenta un par de horas. Camina y mira al cielo, busca el resplandor de un fino rayo de luz que consiga sobrepasar la tosquedad de las nubes grises, cargadas, amenazantes. Tiene esperanza. Lo encuentra. Es casi imperceptible, pero hace precedir que pronto escampará, que pasadas unas horas, el sol brillará radiante en un cielo que no corresponde a un día como el de hoy. Incluso hoy, el verde tiene cabida.
Rodrigo camina lentamente pero ya no mira al cielo. Tras encontrar la luz busca respuestas a su alrededor. Otros caminan lentamente junto a él, algunos no tan serenos, pero todos en la misma dirección. En fila, de uno en uno, escoltados hacia el infierno y rodeados de toscas camisas azules, cargadas, amenazantes. Ellos, quienes pasean, son la luz.
Sobre la mesa de la cocina, Luis dibuja en un papel mientras su madre prepara lentejas. Hace frío en casa, hoy nadie ha ido a por leña. Dos golpes secos anuncian a alguien tras la puerta. Es el cartero.
No hay dos Españas, nunca las hubo, sólo una, la de la libertad.
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